Tu eres el
mejor maestro que pude elegir
La conocí en un programa de radio.
Para hacerle un favor a mi hermana, acepté participar en
un programa donde supuestamente encontraría mi media naranja.
Aquella misma tarde, le había contado a mi hermana que quería
aprender español y ella, con su sonrisita burlona y su voz chillona, me había
contestado: “Pues menuda sorpresa tendrás tú entonces esta noche. ¡No faltes!”.
Me quedé como un tonto.
Cuando la vi por primera vez en la pantalla, recuerdo que
no me pareció nada atractiva. Pero aquello era solo un juego, no un compromiso
matrimonial. Contó algo de sí, de lo que le gustaba, de su vida actual. Llevaba
una sudadera celeste, gafas, el pelo suelto y parecía divertida. Se despidió
del público en español. En su entonación apenas se adivinaban huellas de acento
italiano. Pedí su número a los presentadores del programa, entre otros un
vecino mío del barrio que resultó ser unos de sus mejores amigos. En fin, la de
cosas que tiene el destino.
No me animaba a escribirle, pero al cabo de unos días
ella empezó a seguirme en Instagram. Sasi, ponía. Yo apenas recordaba su
nombre, pero había seguido pensando en llamarla porque todavía sí, quería tomar
clases.
Le escribí que no me había olvidado de ella ni de las
clases. ¿Qué más le podía decir para no quedar como un imbécil? Decidimos empezar
el miércoles siguiente por Skype, único medio posible en tiempos de coronavirus
y por vivir en ciudades diferentes.
Nada más empezar pregunto cómo prefiere que la pague. Me
contesta que la incomoda hablar de dinero pero que tendrá en cuenta mi
propuesta.
Antiguamente trabajaba como empleada en una aerolínea y justo
cuando había decidido aprovechar de la pequeña (¡Más bien enorme, diría yo!)
ventaja que le daba su trabajo y recorrer por fin el mundo, el virus lo cambió
todo: cambió sus planes, su vida, su forma de pensar.
A veces me cuenta sus andanzas, anécdotas de su antigua
profesión y de la actual, es decir enseñar español a alumnos de secundaria.
Parece que habla de otra vida y apenas ha pasado un año. Incluso apuesto a que
se le pone la mirada nostálgica, aunque no se vea bien a través de una pantalla.
Todavía no entiendo si es atractiva o no.
Me enseña gramática, fonética, quiere que escriba, que
lea y disfrute; se ríe conmigo, de mis ocurrencias, de mis despistes y
cariñosamente me dice que no sabe si me parezco cada vez más a ella o a sus alumnos.
Me habla de literatura, me propone cuentos, fragmentos de
obras que le gustaron y la hacían soñar en sus días de estudiante
universitaria. Quiere que recurra a mi creatividad, a la fantasía, que imagine
lo que leo, que lo sienta en la piel y con todos mis sentidos. Hasta me ha pedido
que cante por ella en español, y yo que soy músico y debería estar acostumbrado
a subirme a un escenario y actuar, confieso que me corto, después de tantos
años sigue costándome trabajo “desnudarme” delante del público. Quizás aún no
me sienta a gusto… ¿con ella o en general?
Nunca llego a hacer todo y ella sabe que siempre voy deprisa,
pero a pesar de mis faltas y mis tareas pendientes no quiero abandonar nuestras
clases, aunque ella me anime a que piense primero en lo que de verdad me
importa que es la música, mi razón de vida.
Aquella hora y media que pasamos juntos me sosiega, me
aleja del correteo diario al que me someten el trabajo, las clases de canto y
de guitarra, las sesiones de grabación a última hora.
Para Navidad me mandó unos regalos: un cuaderno de tapa
rígida, dos bolis, un ramito de acebo y un diccionario. En la solapa del
cuaderno me puso una dedicatoria, de la que yo no entendí casi nada, lo admito,
pero que me hizo sentir como si me estuvieran abrazando. Hablaba de sueños, de
deseos, de colores, de una voz que llega lejos, la mía. Aquellos regalos
llegaron justo cuando peor me sentía: cansado, abatido, atrapado en una rutina
que me agobia y que a menudo no me deja levantar cabeza. Mi único alivio son mi
guitarra, mi música…y las clases de español. Juntando las pocas herramientas
lingüísticas que tengo le escribí: «Tu eres el mejor maestro que pude
elegir».
«El diccionario abre puertas, te permite acceder a
códigos aparentemente desconocidos» dice ella, y, a veces, pienso que ella
misma habla un código desconocido pero cautivador, que detrás de aquellas
reglas de gramática, aquellas frases hechas, aquellos verbos irregulares que
cambian la E en I en la primera persona singular del presente de indicativo se
esconda algo más y el diccionario no es otra cosa que una clave para acceder a
ella y a su personalísimo código misterioso.
Siempre me pregunta qué tal estoy, si hubo algún avance
en mi carrera, si algo nuevo viene en camino. Se preocupa por mí, inventa
juegos, retos, prepara sus clases con precisión, entusiasmo, con esmero para
que sean más llevaderas y no solo una aburrida recopilación de reglas. Es paciente,
discreta, lista; es interesante, simpática, nunca grosera, su mente es
brillante. Nos llevamos siete años, pero su voz es argentina, fresca, casi de
niña; a veces se hace más profunda, pausada, parece otra, más intensa cuando
habla español. Debe de ser porque es el idioma de su corazón, no cabe duda,
porque le sale de lo más profundo del alma.
Dice que no le gusta ser profesora, que solo lo hace
porque no le queda otra, en un momento en que los aviones no vuelan, pero
nuestros pensamientos quizás vuelen demasiado.
Repite que no se
siente a la altura, pero ella nunca reconoce sus méritos, no quiere ver que es
mucho mejor de lo que ella misma imagina.
También pienso que es una tía cojonuda, mucho más de lo
que ella cree.
Aún no sé si es atractiva o no, pero sí, pienso
averiguarlo.
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